lunes, 5 de marzo de 2018

LA PERCHA VACIA por JOSE MARIA GARRIDO


El Bar “Los ataúdes” está frente a la puerta de la tienda. 
Tumbado debajo de una de las mesas, Roco el perro de Sebastián, observa, uno por uno, a todos los clientes del bar. 
Tomás el de la gorra de lana azul, sale con un paraguas que no es suyo.
Inés, la señora mayor del bolso rojo, después de echar unas monedas en la máquina tragaperras, pretende irse sin pagar el desayuno, como todas las mañanas, y la camarera la retiene. 
Todos la conocen, como a Sebastián. 
Y hablan en voz baja. 
Sebastián, que es un hombre respetado, no usa la corbata salvo en los entierros.
Hace ya más de treinta años que ha perdido la mano izquierda, de un disparo, al negarse a saludar con la derecha.
Por eso años después colocó a la puerta de su negocio dos ataúdes de piedra y los asesinos huyeron del pueblo. Pero algunos de sus vecinos todavía no quieren sentarse en ellos.
La lluvia de otoño  que golpea fuerte en los cristales deja indefensos a los sordos, como a Raúl, el hermano mayor de Sebastián, que barbudo y despeinado, acude todas las mañanas, sin olvidarse del sombrero de ala ancha, a “Los Ataúdes” a tomar su desayuno habitual: bocadillo de panceta, y una copa de ginebra, después de comprarle el periódico a su hermano.
Raúl logra enterarse de las conversaciones, pero nadie quiere desvelarle la preocupación común de los clientes.
Acaba de un trago la copa de ginebra y sale en su busca.
Sigue lloviendo.
No está la silla a la puerta de la tienda. 
Tal vez porque llueve. 
Es domingo. 
Pero eso no importa.  ¿O sí?  
Llueve y Sebastián no está. 
Algunos paraguas de colores se detienen frente a la ventana, echando de menos al vendedor. 
En el centro, una percha de madera, donde siempre estuvo la corbata negra, hoy está vacía.
A Roco ya no le afecta la lluvia y adelanta a Raúl, que no puede olvidar la corbata negra.
Se oyen las campanadas del reloj de la iglesia.  
Son las ocho de la mañana, y en el pueblo se masca el silencio.
Corren los años sesenta. 
El aguacil, toma, con otros vecinos, el camino del aserradero, que conduce por el bosque hacia el rio Muerto
Roco sin consultar a nadie, se desvía por la senda, que, pasado el cementerio, llega al roble centenario, al comienzo de la garganta del rio.
Conel señor alcalde, los siete mozos del pueblo, peinan los caminos del sur.
Los monaguillos hacen que las campanas de la iglesia, toquen a arrebato.
Algunas mujeres se asoman curiosas por las ventanas, al paso de la señora Inés que va camino torcido de la iglesia, que las pone al tanto de lo sucedido. 
Cuando Don Casimiro, el cura, se prepara para decir una misa, a la que seguramente no irá nadie, Roco comienza a ladrar cerca del roble centenario, mostrándole algo que parece una corbata negra, hecha jirones 
Raúl con su silbato da la voz de alarma y todos los vecinos se van acercando al desfiladero
Ha dejado de llover.

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