jueves, 18 de enero de 2018

“OPERACIÓN SINTAGMA”


Es esta una versión del relato "los guantes", ya publicado  en este   blog ,  revisado y  reformado. Entre las reformas destaca el cambio de narrador.
Nótense las diferencias.


Conocí a Joaquín en aquellos tiempos aciagos en los que por mis errores no me dejaban ver el sol. Era un hombre primitivo, solitario, amable, creo que tímido e indeciso. Se dejaba manejar. A través de él pude seguir  haciendo desde la sombra aquello que más me gustaba: dirigir el mundo, y se me daba bien porque todos hacían mi voluntad. Pero ahora, ya libre, le necesito más que nunca para seguir adelante con la operación
Le conozco mucho más de lo que él cree conocerme a mí, por eso sé lo que hace a diario; conozco a sus dos únicas amigas, sus turnos de trabajo, los sitios que frecuenta, dónde desayuna y dónde se compra la ropa. Creo firmemente en ese dicho que afirma que la información lleva al poder.
Y aunque él no lo sepa, es el eslabón que necesito para controlar a “Sintagma”.
He venido de nuevo hasta aquí, como los dos últimos fines de semana, para encontrarme con él.
Esta es nuestra tercera cita. Hoy también vendrá.
Es arriesgado, espero que no me descubra.
-         Buenas tardes
-         ¿Cómo estrás, Ana?
-         Muy bien, muy tranquila.
Le saludo con dos besos, luego se sienta frente a la mesa baja y dobla su gabardina.
Nos sentamos y el camarero, que ya nos conoce, enseguida bien a servirnos.
-           ¿Lo de siempre?
-           Si por favor, con mucho alcohol.
 Me gusta tu gabardina, - le digo, mientras me siento a su lado. Mi voz es sugerente.
-           Me la pongo cuando siento frio interior.
-           Se acerca la Navidad. Ya está helando.
-     Por eso me la he puesto con el gorro “Cristino”. Mira, este es su guante, -  me dice mostrándome el izquierdo, que saca del bolsillo -, hace juego con el gorro. Siempre lo llevo.  Es mi talismán.
Bien, sigue sin reconocerme.
Bebo pequeños sorbos y escucho atentamente.

-                El gorro tiene historia, pero no te impacientes, - me dice él entusiasmado -, te la voy a contar.

Habla durante varios minutos, sin que yo pueda interrumpirle. 
Le miró fijamente. 
-                Decía llamarse Cristina, de ahí el nombre de ese gorro. Desconocemos todavía su origen, su edad ni su verdadera identidad. Denotaba una alta clase social, porque ni siquiera cuando llegó a aquel lugar inhóspito, perdió su elegancia. Era alta, rubia y joven.  Lo tenía todo.
-                ¿Pero por qué me cuentas esto a mí?
-                Necesito contárselo a alguien, - Joaquín creo que es sincero, ingenuo -, tú me inspiras confianza.
-                Gracias, - le digo acercándome más a él.
-                Cuando pasaba a nuestro lado temblábamos, y no de miedo.
-                ¿Por qué?
-                Era seductora. El miedo nos entró cuando supimos, por los papeles, que, desde el escalón más alto, manejaba los hilos de “Sintagma”, una gran organización internacional de tráfico de armas.
-                Vosotros los guardianes, ¿tenéis acceso a los papeles?
-                En eso se basa nuestra seguridad. Tenemos que tener más información, más poder que los delincuentes. 
Escucho con la máxima atención.
-                ¿Llevas mucho tiempo en ese trabajo?
-                Mas de veinte años.
-                Entonces la conoces bien.
-                Sí- Era ella, La llamábamos “la princesa blanca”
-                Entonces, ¿Era muy peligrosa? 
-                Por eso estaba presa, entre rejas, - sigue diciendo, iluso de él -, aunque no conocíamos su verdadera identidad -, el nombre de “Cristina, la princesa blanca” -, sólo era un “alias”, como los preciosos guantes, que de vez en cuando, se ponía para ocultar sus manos. 
Todo va bien. 
-                ¿Y?
-                Hacia mí tenía un trato especial; tal vez más confianza, o quizás yo era el más ingenuo, el más vulnerable para caer en sus redes. La seducción era su juego favorito, y jugaba continuamente, mientras nos hacia sudar.
-      ¿Y qué pasó?
-      Con nosotros estuvo poco tiempo.  Yo no supe más de ella.
- Tu trabajo de car elero, según me contaste la semana pasada, no era fácil.
-     A todo se acostumbra uno. 
-   ¿Sí? A mí no me gusta ese trabajo.
Vacía el vaso de forma compulsiva.
-           ¿Qué te pasa?
-           Me recuerdas mucho a ella.
-           ¿A quién?
-            A Cristina. Decía que cautiva entre nosotros, vivía mejor que libre en su país. Se fue en agosto, al terminar la condena. Desde entonces no encuentro el otro guante.
-           ¿Y dices que era rubia? ¿Cómo puedes estar seguro? Nosotras podemos cambiar de aspecto y no seríais capaces de reconocernos.
-           Eso es verdad.
-           ¿Te gustaría volver a verla o sentirías otra vez miedo?
-           Miedo no.
Suena mi teléfono. Me levanto. Dejo el bolso abierto. 
Eb él descubre con sorpresa el guante de color azul plomizo, como el suyo. Como mi gorro.
Los segundos se hacen horas.
No sé cómo va a reaccionar. “Sintagma” está en peligro. 
Espero con el teléfono al oído, aunque no me llama nadie. 
Ya viene. Disimulo.
Si me descubre, pondré en marcha el otro plan. 
La otra mano ya está lista.




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