viernes, 8 de diciembre de 2017

SOMBRAS EN LA OSCURIDAD



Relato de ficción 



-¡Que nuestro dios castigue al opresor!- Exclamó Rana Shubari al poner el pie frente al mercado central de Jerusalén Oeste, allí en la parada del autobús número 24, que aún resistía estoicamente a la destrucción absoluta.
Esas palabras, en boca de una mujer joven rodeada de niños, suenan como una alabanza a los mártires de “Al Aqsa”. Solo así puede explicarse el ansia de muerte en plena vida, en plena juventud.
Se ha quedado sola, en la arena del desierto, rodeada de niños, después de que los soldados matasen a todos los hombres del campo de refugiados... - ¿Cómo se puede vivir en medio de tanta muerte? - Sus palabras son oídas por el viento únicamente. Es un suspiro previo a un amargo llanto en el que le acompaña el lamento largo y previo de otras mujeres que también han perdido todo, excepto la vida, milagrosamente.
Cualquiera de ellas puede ser la siguiente en la llamada. Puede ser enviada en cualquier momento hacia su último destino, ¿Que importan cinco minutos más de vida, en la incertidumbre del próximo paso?
A pesar de su juventud, es una mujer forjada por el sufrimiento, como sus compañeras de campaña. Ella colabora con su pueblo como sabe hacer, confeccionando ropa para los hombres... pero ahora han matado a todos los hombres... también a su hermano Mohamed.
Y a Mírian.
En el Campo de Refugiados de Yenin, [i]donde nació, aprendió durante más de dos años a amar la vida. A despreciar la muerte. A ofrecer a su pueblo, todo cuanto tenia, todo cuanto le quedaba, después de haber sido despojada de todo.
Pertenecer a la Brigada Especial “Wafa Idris”[ii] era un gran honor. Cuando la admitieron hizo una ofrenda a Alá en Acción de Gracias. Había perdido toda esperanza de futuro, pues su calendario tiene un día señalado... un día en el que alcanzaría la gloria. Viernes 129 de Mujarram del 1.423. 
A partir de entonces compartirá la gloria con sus hermanos.
Antes de cumplir veintiséis años, mucho antes, tenía ya demasiado uso de razón.
Aquella tarde, un viernes azul de Abril, día santo para el Islam, miró al cielo y le preguntó a Ala si la situación de su pueblo era justa. Desde las alturas de la divinidad, el silencio de su Dios se hizo patente. Entonces miró a la tierra... A la tierra prometida. Hacia la zona verde. A su Jerusalén arrasada. Tampoco era justo lo que el humo le dejaba ver: ambulancias cadáveres y ruinas. No. Tampoco era justo. Se abrochó cuidadosamente el cinturón, y miró su reloj, las 15, 27. Faltaban aproximadamente tres minutos para que llegase el autobús. En aquellos momentos había en la calle poca gente y mucho miedo. Todos recelosos. Todos asusta-dos.
Miró a un grupo de mujeres... cualquiera de ellas, puede ser la siguiente en la lista. Puede ser enviada en cualquier momento hacia su último destino... ¿Qué importan cinco minutos más de vida, en la incertidumbre del próximo paso?
Minutos antes, cuando se encontraba en el mercado central de Mahane Yehuda, una de ellas, se dio cuenta del gesto y salió corriendo despavorida. Tardó escasos segundos en desaparecer. Salvó de esta forma su vida y, tal vez, la de muchos más.
Tuvo que escapar. Había soldados apostados con sus armas automáticas observándolo todo minuciosamente.
 Rana Shubari [iii] había decidido convertirse en mártir. 
Había cambiado los lapiceros por las piedras y se había unido a la “Intifada”. Necesitaba un pedazo de tierra para vivir... 
Ansiaba vivir en paz, pero los tanques machacaban diariamente su ilusión hasta dejarla huérfana. En aquellos momentos necesitaba jugar como una niña, jugar como nunca había jugado.
Pero los F-16 ensordecían sus incipientes canciones y sus cortas carreras. Habían acabado entre todos con sus amigos y con sus hermanos. Cinco. Todos, absolutamente todos muertos.
También su hermana Mirían, a la que veía todas las tardes a la caída del sol, allá en el horizonte, con su melena negra y sus ojos cargados de interrogantes que no había sabido resolver. Estaba como esperándola allí.
Precisamente allí, y solo faltaban unos minutos, --- muy pocos ya ---, para el definitivo encuentro familiar.
Cuando se dio cuenta de que se había quedado sola estuvo a punto de aplazar la operación, pero ahora, sus ojos, --- los ojos de su hermano ---, estaban cargados de lágrimas, allí, a la sombra de tanta oscuridad. No cabía ya pues, la incertidumbre. La duda estaba de más. Había tomado una decisión irrevocable. Su vida no valía nada. 
Podría durar tal vez cinco minutos más, dos días quizás, pero, ¿Eso era el futuro? No. Indudablemente no. ¿Esa era la tierra prometida?
 No. Antes de cumplir dieciséis años, mucho antes. Tenía ya demasiado uso de razón, y había usado ya demasiado la razón, en aquel mundo sin razón.
                                                                                                                               
Recordó entonces aquella imagen de niña traviesa reflejada en el espejo de su cuarto, años atrás, cuando vivían en una relativa calma en el campo de refugiados de Sabra.
Entre la inconsciencia infantil y la relativa tranquilidad que se respiraba, pudo crecer a trompicones, salpicados de sangre y cañonazos...
Realmente, no recordaba cuando había sido niña, ni siquiera en una corta escena reflejada en un espejo. 
Buscó a su hermano, un año y medio mayor que ella. Le recordaba moreno, con sus ojos negros de profunda mirada, cargada de interrogantes, que no había sabido resolver... alto, bien parecido. Era todo un hombre. 
Él, la había precedido en su sacrificio y, como él, besó la tierra, mirando a la Meca antes de morir.
Algún día, tal vez pronto, otros seguirían su ejemplo.
Aunque sabia cual era su auténtico paradero, siguió buscando y buscando. Hasta un minuto antes de que llegase el autobús. Pronto estaría con él y con sus padres. Dando un ligero giro volvió a palparse el vientre comprobando que todo estaba en orden.
Volvió a mirar al cielo, pero tampoco encontró a Ala. Debía de estar luchando, entrenando a algún niño, o tal vez, preparando a los futuros mártires de Al Aqsa. El humo había cesado, pero sonaron ahora las agudas notas de la ambulancia de la media luna roja. Después unos disparos deteniendo al coche... miró a la Meca.
La tenía demasiado cerca para verla. El polvo, las ruinas y los olores a orín y a cadáveres amontonados, invadían todas sus excasas ganas de vivir.
Sudaba. Aunque su sudor no se debía al intenso calor del medio día. Ella lo sabía bien. Sudaba de la misma forma que cuando recibió el encargo de Yusuf, uno de los jefes de “Las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa”, grupo vinculado al partido gubernamental Al Fatah, para autoinmolarse ese día, precisamente ese día que por fin, había llegado ya.
¿Cuantos maestros en el valor había tenido ya desde que decidió entregarse por su pueblo? Pensativa, fue posando su memoria sobre el rostro de cada uno de ellos, los más cercanos... todos patriotas árabes. Pensó en las tres mujeres de su mismo grupo que la habían precedido. Eran realmente mártires. Siempre había estado orgullosa de ellas.
Sudaba, mientras los sionistas ultraortodoxos del barrio contiguo preparaban la fiesta a su Dios, el sagrado Sabath y ella, mientras tanto, no tenía paz, no tenía Dios, no tenía tierra, no tenía nada.
Pero como ellos, también se sentía orgullosa de pertenecer a su pueblo.
Cuando los soldados pasaron a sangre y fuego a sus padres, ella decidió tomar como padres adoptivos a Yasir Arafat, y a Wafa Idris. Eran un gran ejemplo para ella. Eran, en realidad, los padres del Estado Palestino, un estado que al final tendría que florecer, pese a la oposición de los americanos y de los sionistas, sobre el rojo de su propia sangre.
Aunque todos los hombres habían sido asesinados, su embarazo no era esta vez de vida, sino de liberación. Palpó el cinturón que llevaba adosado a la cintura comprobando que estaba listo ara ejercer su función.
Tenía la mente en blanco. Tan blanca como la nube de polvo del desierto. Aquella nube que por la mañana la había acompañado desde el Campo de Refugiados, --- el Campo de concentración o de exterminio --- hasta el centro de Jerusalén, por el camino de Burquim, un pequeño pueblo situado solo a cinco kilómetros, que se hace normalmente a pié, sorteando las minas, en las carreteras principales. De aquel campo solo quedaban cenizas y recuerdos tras el asedio de las últimas semanas. Y eso era lo que ella tenía en la mente en aquellos instantes. 
Asomaba, ya pasada la curva, el autobús de la línea número 24, el que le llevaría a su último viaje. Su mente se quedó en blanco. También su cara palideció tenuemente. Poso una mirada tranquila en el ultraortodoxo barrio cercano de Mea Sharim. En aquel barrio mísero se centraba buena parte del colectivo judío, que odiaba a Yasir.
Fue suficiente que Rana Shubari pusiera su pié izquierdo en el segundo escalón del autobús para que este terminase su viaje, para que todo el pueblo palestino saltase hecho añicos nuevamente, mezclándose su sangre, con el sudor, el hierro el odio, los gritos de dolor, y la sed de venganza en medio de la calle Haifa, tan vigilada por los soldados sionistas. El teléfono de Yusuf sonó insistentemente. Nuevas vidas deseaban ser entregadas a la causa.
Todas las emisoras del mundo mencionaron su acción en un instante, pero todas, absolutamente todas se olvidaron de decir su nombre. --- ¿Importaba realmente a alguien el nombre de una terrorista muerta?---. No. Pasó a la historia, conquistó la gloria de forma anónima, casi de forma vergonzosa, o al menos así la pintaron los medios de comunicación de los países civilizados, pero pese a todo y a todos, la Brigada Especial “Wafa Isdris”,[1] aumentó notablemente sus filas.
 “Un nuevo atentado suicida provocó ayer la muerte de seis personas que esperaban un autobús.” 
El estruendo de los aviones no se hizo esperar mucho tiempo. Sin duda castigarían nueva y duramente a los campos de refugiados, sobretodo a Yenin, de donde había salido la última terrorista.
En la amplia calle Heleni ha Malka, grupos de judios, jóvenes, se juntaban otra vez para buscar a los palestinos. Necesitaban vengar la muerte de sus hermanos. Otra vez más se repetían las carreras las detenciones, los interrogatorios a los transeúntes... Otra vez la sangre inocente del pueblo israelí se juntaba con la sangre - inocente también -, de los palestinos indefensos, y las ruinas de aquella vía, principal, que unía las dos ciudades, era testigo mudo de una singular violencia sin razón, y aparentemente sin final.
Luego el diario, que no era excesivamente sensacionalista se explayaba en las noticias de carácter político y las presuntas consecuencias de aquella inmolación, con la diferencia, de que como pertenecía a los países del Bloque Globalizado, a inmolación, no le llamaba sacrificio por un pueblo, sino simplemente acto terrorista. Pero nadie conocería nunca la historia real de Rana Shubari.
Per nadie, nadie, sabia mi secreto. Rana Shubari, tendría unos veinte años, cuando en la Universidad aquella tarde de abril, --- solo seis años antes, pero exactamente seis años ---, me trasmitió todo el deseo de paz que guardaba en su alma el pueblo Palestino. 
Ella me reveló a mí, precisamente a mí, el deseo que tenía de regresar a su país, después de haberse formado en humanidades y psicología, para afrontar una nueva vida, una pesada carga de lucha en favor de la proclamación del Estado Palestino. 
Ella, si, precisamente ella, me explicó a mí, quienes eran los señores de la guerra, y quienes eran los que realmente buscaban realmente la paz. 
Luego se fue a su país, y me dejó un hermoso recuerdo. En mi casa guardo todavía aquella media luna roja símbolo de fraternidad de todos los pueblos.
Por eso hoy, cuando ya se ha ido, cuando ha realizado su sueño, cuando se ha reunido con su pueblo, cuando he visto en la prensa el nombre de su pueblo, escrito con su sangre, he sentido una inmensa paz interior, semejante tal vez a la de todos los muertos, semejante quizás a la que puedan sentir en este momento todos los mártires de “al Aqsa”, y me he alineado por primera vez en el otro bando, en memoria y honor de la que en otro tiempo fue mi amiga Rana Shubari
Descanse en paz, y se cumpla su deseo.










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