jueves, 7 de diciembre de 2017

comadres



- Entre lo tolerado y lo prohibido, -  dice en su pregón el ilustrísimo Sr. alcalde Pedamio -, éste es el primer año que se autoriza aquí esta fiesta para memoria de la Santa Compaña. para que sirva de recuerdo de la severa advertencia a las adulteras prostitutas y pecadoras, – seguía –, por estar ya sí santificada con la presencia de los representantes de Dios en la tierra.
- Y en el cielo por las mujeres de buena voluntad, escapadas del infierno, para gloria de Dios, Padre, hijo y Espíritu Santo.
Yo lo oigo detrás de mi padre, perdido en la pequeña muchedumbre que se agolpa para disfrutar de la fiesta.
A mi lado hay más niños.
Un potente cohete hace explosión en ese instante iluminando el cielo de una noche primaveral. 
Reina un mágico silencio que sólo se rompe con el fuego. 
Al frente arde despacio un gran muñeco, hecho de cañas y paja atadas con cuerdas y trapos viejos de vivos colores. 
Uno de los curas a modo de “estadía” o espectro mayor, lo sujeta fuertemente.
A su lado otros dos curas, jóvenes guardianes, voltean sendos incensarios.
Las mujeres, - y algunos hombres atrevidos y disfrazados sin permiso del alcalde -, que tienen la cara pintada y visten túnicas largas, negras y amarillas. se acercan al gran muñeco y encienden cada cual su propia vela.
Unas a la espalda y otras haciendo un extraño y milagroso equilibrio sobre la cabeza llevan sacos de esparto cargados de erizos del castaño y calabazas, con los que se disponen a apedrear al diablo.
Asustado veo como se forman dos filas, mientras un intenso olor a incienso y cera se extiende por la montaña.
Ya no tengo miedo a los truenos.
El estallido de un nuevo cohete en la noche, y la orden inapelable del alcalde, basta para que la comitiva e ponga en marcha.
La sotana negra, larga, abotonada hasta el final del estadéa, apenas le deja correr, y tropieza y cae, y se levanta. 
Y vuelve a caer varias veces, pero se revive, y sigue su escapada.
Aquella serpiente de fuego y música fantasmagórica, ancestral, se escurre despacio ladera abajo, hacia el río, mientras vuelan erizos y calabazas hacia delante.
A medio camino, al llegar al viejo puente de piedra, se detiene.
Echan de menos a Aurora y al Anizeto. 
Ya son mayores, aunque no ancianos.
No están entre los disfrazados.
Un nuevo estampido en el cielo confirma su sospecha, su ausencia.
Se ha levantado viento, pero no llueve.
Los cuatro elementos se conjuran.
El mayor de los curas, el más viejo, el estadéa, se encarama sobre una roca de pizarra,  en un extremo del puente, y acecha.
Desde abajo le vemos con nitidez 
Tiene un aspecto siniestro.
Con la mano izquierda levanta la cruz de madera negra. con la derecha, la antorcha que ilumina el cielo. 
Aúlla como los lobos, para llamar a los ausentes. 
Después de nombrarles tres veces, en espaciadas secuencias, y sin que haya respuesta alguna, la comitiva pone otra vez en marcha a ritmo de gaitas y de tambores. 
Su sombra se hace larga como la de los  siete acebos que abajo coronan una especie de atrio, donde otro grupo de músicos recibe a la comitiva.
Abajo, en el centro a modo de altar, - donde nos encontramos -, una gran mesa de piedra  sobre la que descansan varios sacos de castañas y dos grandes toneles de vino.
Cada mujer, atada al refajo, lleva una vasija que hace sonar al ritmo de la música, en la que dará de beber a su hombre.
Aurora y Pepe Dieguez no aparecen, y el cura sigue aullando desde la roca, entre los s sonidos de las vasijas, de los tambores y de las gaitas.
Silencio.  Llegan los hombres.
El Alcalde Pedamio, el único  sin disfrazar, aunque con su traje y sombrero negro,   es el último en entrar en la explanada y alzando la Bara de mando, señala al viejo cura, pidiéndole permiso.
Él baja la antorcha y la cruz, en forma de asentimiento, que es saludado con la explosión de un nuevo cohete. 
Entonces, los dos ausentes hacen su entrada en el atrio cada uno por un extremo.
Ella aporta el jarro de vino y los erizos, él la azada y la guadaña.
Son recibidos con un enorme aplauso y se enciende la fogata en el centro de la  explanada.
Los curas y el alcalde presiden la ceremonia. 
Las castañas al fuego se hinchan y crecen como la vida, hasta que estallan como la muerte, pero el vino resucita a los muertos y anima la fiesta.    
Mi padre me da un puñado de castañas, y yo lo siento como si fuera un sueño, pero no me deja beber. 
Dice que el agua es mala con las castañas asadas. 
Yo le hago caso.
Acabadas las danzas y la comida, subimos hacia la aldea, deprisa por temor a la lluvia y a los lobos.





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